Aquí, al otro lado del Atlántico, en este lugar poderoso que visto desde la ventana del avión se antoja como otro mar, un mar cobrizo y seco, también hay rastros de Colombia porque nuestra reputación se extiende incluso hasta estas latitudes, hasta El Desierto, así en mayúscula, porque el Sahara lo es por antonomasia.
Con la cámara colgada del cuello, camino entre los grandes salones de adobe y las haimas, esas enormes tiendas de campaña que, simulando la estructura de las tradicionales en la vida nómada, son hoy de un plástico verde manchado de arena. El lugar que recorro es uno de los seis campamentos de refugiados saharauis en Tindouf, aquí en la hammada argelina, en el desierto del desierto, el infierno según los árabes. Este es el lugar estéril y agreste donde no crece nada, donde no pasa nada, pero, aun así, es el hogar prestado que desde hace casi cuarenta años aloja a muchos saharauis, el lugar donde prospera la vida y donde un pueblo se inventa un Estado lejos de casa. Y aquí, en las puertas del Sahara, decir que vengo de Colombia puede significar dos cosas.
Camino por una callejuela donde se vende, a precios irrisorios, gasolina en garrafas. Ha de ser por eso que los míticos LandRover, las camionetas 4×4 y los robustos Mercedes no apagan sus motores cuando sus pilotos se detienen a saludar o a hacer cualquier compra. De lejos espío a un grupo de hombres reunidos en círculo que conversan tomando un té espumoso. Yo, cámara en mano, los fotografío mientras un hombre joven me interroga con dulzura.
—¿Cómo te llamas? ¿Por qué tomas esas fotos? ¿De qué parte de España eres? Yo he ido a Andalucía.
—No, española no. Soy de Colombia, allá en Latinoamérica.
—Me casaría con una chica de Colombia encantado. Yo sonriente lo miro de soslayo, casi sin quitar el ojo del visor de la cámara, no sé si se refiere a mi país o al Farsia, una daira, que han dado en llamar así: Colombia.
Los campamentos de refugiados saharauis están organizados en wilayas, núcleos urbanos, que recuerdan las ciudades hoy ocupadas por Marruecos; “para no olvidar”, ha dicho alguien. Cadawilaya está organizada en dairas o barrios, y cada daira en zonas. No hay números ni nombres para las calles, una haima o casa se busca siguiendo el nombre de la wilaya, la daira y la zona; después se recurre a la infalible técnica de preguntar a los locales por el nombre de la familia que se busca.
En la wilaya de Smara hay una daira, Farsia, que algunos llaman Colombia, y por supuesto no se trata de un halago. En Farsia han detectado algunos pequeños focos de consumo y tráfico de “chocolate”, hachís infiltrado de Marruecos, el paraíso del hachís y hasta hace poco el primer productor del mundo (hoy, según algunas fuentes, es el segundo después de Afganistán). Para los saharauis en los campamentos de refugiados no sería honorable apodar a Farsia con el nombre del enemigo al otro lado de la frontera, al otro lado del muro, así que Farsia entre los lugareños es conocida como Colombia, aunque el “chocolate” es marroquí.
Aun cuando las relaciones entre Argelia (donde se ubican los campamentos de refugiados saharauis) y Marruecos son hostiles desde hace varias décadas y las fronteras están cerradas desde 1994, la ruta del hachís que suele iniciar en las montañas del Rif, en el norte de Marruecos, luego atraviesa la frontera oriental con Argelia desde donde continua su camino a Europa y Oriente.
La relación de Argelia con el tráfico desde Marruecos, e incluso su lucha en contra es de vieja data, pero los saharauis, asentados en el suroccidente, no han tenido un gran contacto comprobado con el negocio —“somos gente del desierto, nómadas que la naturaleza misma ha mantenido al margen de las drogas”, me dijo uno de ellos—. Aun así, en 2008 se incautó un cargamento de kif que cruzaba la frontera Marroquí-Argelina no por el norte como suelen hacerlo estas rutas sino por el suroccidente, cerca de Tindouf (la ciudad argelina más cercana a los campamentos de refugiados) lo que a los ojos de muchos organismos resultó un evento extraño ya que esta es un zona altamente protegida y custodiada por las dos partes: el ejército argelino vigila la frontera y protege a los refugiados saharauis, y el ejército de la corona marroquí se mantiene alerta para evitar incursiones saharauis y cerrar su entrada a los territorios del Sahara Occidental que están bajo su control. En otra ocasión, el ejército saharaui, según ellos mismos, fue quien incautó un cargamento que iba rumbo a Malí.
De cualquier manera, muchos saharauis aseguran que el Farsia (Colombia) y las esporádicas apariciones de hachis o de rutas de traficantes no son más que una estrategia marroquí para que, en complot con el exceso de tiempo libre que tienen los jóvenes en los campamentos de refugiados, puedan minar el futuro de la causa saharaui, su lucha contra marruecos y la búsqueda de su autodeterminación.
El chico aquel que me interroga sigue hablando y me dice que si mi trabajo es fotografiar debería hacerlo de cosas tristes y feas, niños con hambre, lugares sucios, que de otra manera no voy a conseguir vender las imágenes. Y es que este lugar no se asemeja mucho al imaginario que muchos occidentales tenemos alrededor de los campamentos de refugiados. Aunque entre los saharauis planea la nostalgia y la tristeza, no los convierte en lugares lúgubres y caóticos donde los cooperantes internacionales navegan entre hileras infinitas de gente en condiciones miserables. No, los campamentos tienen una organización administrativa y física evidente, una economía naciente, aquí se respira un poderoso interés por mantener viva una cultura y una historia, y por lograr, mientras tengan que seguir aquí, una cierta independencia de la ayuda humanitaria.
Al chico le contesto que las fotos son para mí, para recordar, y entre lo que no quería olvidar también estaba la belleza. Él sigue cuestionándome tranquilamente mientras juega con un cigarrillo entre sus dedos, “eso no sirve, a nadie le importa un pueblo sin país”. Sin territorio, a lo mejor quería decir. Sin mirarme me dijo con amargura que yo debía buscar otro pueblo, uno más miserable. Y es que yo no le llamaría miserable a este, trágico tal vez, un pueblo trágico como el nuestro.
Esta es, según listados oficiales de la ONU, la última colonia de África. Aunque Marruecos, ocupante ilegítimo del Sahara Occidental, originaria tierra de los saharauis, no lo cree así. Para Marruecos la descolonización se completó en 1976, cuando lograron sacar a los españoles por medio de la mal llamada Marcha Verde, donde en realidad quienes fueron expulsados con napalm y fósforo blanco, fueron los saharauis. Para la corona marroquí, las colonias de África siguen siendo Ceuta y Melilla, esos dos enclaves españoles que día a día aparecen en noticias de la península cuando se reporta la masa informe de africanos subsaharianos que, en una odisea por el continente, llegan hasta esas vallas para pisar suelo europeo.
Lo que condujo a este pueblo valiente y paciente, muy paciente, a estos campamentos de refugiados, que mirándolos como al descuido son casi ciudades, fue una repartición maliciosa de su tierra, como hicieron las potencias con toda África por allá en 1885. Un buen día de 1975 los saharauis se acostaron a dormir siendo una colonia española, con un colono amistoso y en apariencia dispuesto a liberar su tierra, y al día siguiente se levantaron en medio de la ocupación marroquí y mauritana. España los abandonó a su suerte, Franco entregó el territorio y se fue a su rinconcito del otro lado del Mediterráneo.
Desde entonces mucho ha pasado. Me lo cuentan los niños que tienen su historia reciente claramente aprendida, con fechas, nombres, lugares. Me lo cuentan los viejos, con sus caras apergaminadas. Desde el interior de las haimas me relatan la vida de antes, nomadeando el Sahara, persiguiendo las nubes, que les darán la lluvia para alimentar a los camellos, el sustento del frig, el campamento de varias haimas.
Me cuentan de la huida salvaje, de la guerra donde las tribus se unieron para sacar a los invasores logrando quitar del medio a Mauritania. Me cuentan de cómo guerreando consiguieron el rescate de esa parte de su territorio, el desierto libre y poderoso. Me cuentan del muro que tendió Marruecos, ocho muros a lo largo del territorio, muros minados, muros llenos de armamento y militares marroquíes, muros división de familias y pueblo, muros en pie todavía.
Mirando el campamento desde este lado del vidrio de la camioneta, viendo el siroco, esa arena infinitesimal que como fuego se desliza violentamente por el suelo, se levanta como un muro y se mete hasta el ultimo rincón del cuerpo, solo puedo pensar cómo se verá este lugar cuando todo termine.
¿Cómo se verá la hammada argelina sin los saharauis precariamente poblándola? Si hoy, cadáveres de autos y restos de viejos contenedores de agua están sembrados como si algún gigante los hubiera esparcido al azar o los hubiera apilado caprichosamente, ¿qué quedará cuando los saharauis regresen a la añorada badía (badía designa algo como nuestro campo;beduino, campesino, poblador de esos espacios extensos y poderosos). Añorada incluso por aquellos que no la conocen más que por las nostálgicas historias de los ancianos y por las imágenes fragmentarias y tantas veces frías de la TV. Yo misma he visto más badía que muchos de los niños y jóvenes de los campamentos.
—Se vive bien en Colombia, ¿cierto?
Más o menos dice el conductor en un español chapuceado, porque él, como muchos saharauis, solo habla hassania, un dialecto derivado del árabe. Yo, por mi parte, no sé cómo explicarle que en Colombia no se vive lo que diríamos “bien”, que no tenemos un campamento de refugiados, pero según algunos informes somos el país con más desplazamiento interno del mundo, aunque los países de África subsahariana constantemente compiten con nosotros por tener tan deshonroso título. Y claro, nuestros problemas alrededor del narcotráfico son mas complejos que un grupo pequeño que consume hachís enviado por el vecino-enemigo.
Colombia, todo el mundo parece saberlo, nuestra reputación nos sigue, nuestros problemas viajan con nosotros.
—¡Ah! Bogota (no Bogotá), FARC, Escobar, mafía, mafía… —me han dicho en varias ocasiones junto a sutiles gestos con el dedo bajo la nariz, desde París, en el aeropuerto de Alger, aquí mismo en los campamentos, aunque claro, estas historias son casi un cliché del viajero con pasaporte colombiano.
Mientras el conductor me sigue haciendo preguntas que me resultan ininteligibles y terminan en las risas de ambos, solo pienso en cuando todo termine. Pero, ¿cuál ha de ser el camino que conduzca a los saharauis de regreso? Llevan 22 años apostándole al Plan de Paz, al diálogo, a que Marruecos finalmente abandone sus artimañas burocráticas para poder realizar el referéndum donde los votantes identificados por la ONU digan si prefieren ser una nación independiente y autodeterminar su destino, o si sienten más pertenencia con Marruecos. Pero este proceso, a mis ojos y a los de otros tantos, resulta dilatado hasta el estancamiento.
Un pueblo pacífico y paciente, como lo prueban tantos años de espera, también llega a hartarse, también llega a concebir en las armas que ya una vez empuñaron, la única forma de salir de esta provisionalidad que cada vez parece más permanente. De varios lo he escuchado, algunos jóvenes me lo han dicho: “hay que ir a la guerra, y si deciden que así sea yo iré, todos iremos… incluso algunas mujeres irán”, dijo uno.
—Pareciera que siempre los que nos visitan tienen más prisa que nosotros. No hay nadie que quiera más lograr nuestro propósito que nosotros mismos —me ha dicho un chico muy joven cuándo le pregunté por la guerra y la paz, un chico que estudió en España y espera prestar el servicio militar y luego ser adjudicado a alguna misión por parte de su gobierno de acuerdo a su conocimiento de otros idiomas y sus habilidades; un chico que no duda sobre las capacidades de los dirigentes saharauis para elegir el mejor camino, sabe que si ellos consideran que la vía diplomática sigue siendo la conveniente, ha de ser una buena elección.
¿Qué vendrá para los saharauis, para los que están aquí en los campamentos, para los que viven en la ocupación marroquí, para los que consiguen nomadear? Seguirán esperando que la ayuda humanitaria no se reduzca por el coletazo de “la crisis”. Seguirán naciendo y muriendo, multiplicándose y levantando la haima de una nueva familia junto a la de la generación anterior. Seguirán haciendo el té en las dunas. Seguirán cruzando el Mediterráneo cada tanto para hacerse un lugar en cualquier trabajo que les dé dinero para suplir las necesidades de sus numerosas familias en los campamentos. Seguirán regresando a la casa prestada por Argelia, porque como me dijo aquel chico que se fue a España siendo un niño y regresó de 21 años: “aquí se vive con menos, pero más feliz”.
Camino por Colombia, por Farsia, una zona de Smara como cualquier otra, con mujeres ocupándose de mil tareas domésticas y administrativas, con hombres trabajadores y niños jugando fútbol, “¡Falcao Falcao!”, gritan cuando saben que soy colombiana. Camino por Colombia y pienso que cuando los saharauis finalmente consigan regresar a su territorio, por la vía que sea, aquí, en la hammada argelina, quedarán restos de las haimas como enormes globos aerostáticos desinflados. Quedarán corrales de cabras y camellos, ya de por sí construidos con escombros. Se verán desde lejos las ruinas de grandes salones de adobe. Voces encerradas entre las gruesas paredes, risas e interminables historias se alcanzarán a oír en medio del silencio. Después de los saharauis, en la hammada quedará olor a incienso sobre la tierra reseca.
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