He conocido gente que nació con escamas, que se ahoga lejos del agua como quien respira por branquias.
HE conocido mucha gente que ama el mar como una matria.
Gente que nació con escamas, llevada por la madre en el canastro del pescado después de dar a luz en un camino solitario. Gente para quien la misma barca fue cuna y ataúd. Gente que naufragaba al pisar la tierra. Que se ahogaba cuando estaba lejos del agua como quien respira por branquias.
Mis héroes son navegantes solitarios, de la estirpe de Joshua Slocum, que eligió el hogar universal de una balandra para olvidar el desamor; el enigmático Bas Jan Ader, que hizo de su adiós oceánico una obra de arte, o la muchacha Laura Dekker, nacida en un barco, que dio la vuelta al mundo a los 16 años, y que llevaban un pasaporte no impreso por ninguna burocracia, la proclama de Baudelaire: “¡Para siempre, si eres ser libre, amarás a la mar!”.
Y aún entre ellos, Ánxel Vila, patrón del Xurelo, que en 1981 se jugó vida y barco para impedir el vertido de residuos radiactivos en la Fosa Atlántica.
Conozco gente que sabe los nombres del mapa submarino, el poema infinito de la talasonimia, con sus valles, colinas, abismos, grutas, senderos, prados de luminarias, santuarios nupciales, almeiros de cría, paraísos de cardume, pecios y naufragios, y las marcas del miedo, los infiernos del esquilme, la dinamita y las pestes químicas.
Sí, he conocido, conozco, mucha gente fascinada por el mar.
He leído noticias y he sido también testigo como periodista de algún primer encuentro. De gente muy mayor o muy joven que vivía esa experiencia por vez primera: la de poder ver el mar. Ese esperar a ver qué decían, cómo reaccionaban. Al acecho de la frase histórica que casi nunca se daba. Y echabas mano de un recuerdo de Galeano, la del niño que le dijo al padre delante del océano: “¡Ayúdame a mirar!”. A veces, el momento cósmico se hacía cómico, cuando un pícaro del grupo rompía el encanto: “¿Cuándo podemos tomar el helado, profe?”.
Pero ahora mismo, en la memoria, 20 años después, nada comparable a lo que ocurrió con Nanna Hatari. Tenía ocho años en el verano de 1996. Venía de los campamentos del exilio saharaui en el pedregal inhóspito de Tinduf, al igual que otros miles de niños acogidos por familias españolas. Ella ya había nacido en la diáspora de un pueblo expulsado de sus hogares, de su país, en 1975, en aquella operación infame en la que se permutó el dominio y la potencia marroquí ocupó el lugar de España, que se desentendió de aquellos que hasta entonces consideraba compatriotas y que tenían su propia representación en las Cortes franquistas. Los saharauis quedaron abandonados a su suerte. Mantuvieron la dignidad en ese tablero infernal. Bombardeados con napalm, perseguidos por la maquinaria bélica pesada, proclamaron la República Árabe Saharaui Democrática el 27 de febrero de 1976, en Bir Lehlu, todavía en el Sáhara Occidental. Se han cumplido 40 años. Y pese a todos los muros de cautiverio y silencio, sigue rechinando la injusticia en el calor del Sáhara. Y en la costa, una incesante declaración de libertad.
En el éxodo participaron los abuelos y padres de Nanna Hatari, huidos de la costa, cerca de El Aaiún. En el desierto, en la inclemencia de Tinduf, a cientos de kilómetros, todas las noches Nanna oía hablar del mar. De alguna forma, oía al mar. El mar era el ser vivo, extraordinario, de un relato que iba más allá de la magia. Porque parte del hechizo del mar es que su realismo es mucho más potente que lo mágico. Habían ocupado su hogar, sus posesiones. Pero había algo indomable que no podrían capturar ni encerrar.
Para Nanna el mar era un mito y, a la vez, algo muy personal. Una pertenencia. El mar era suyo. Era inmenso, inabarcable, pero podría abrazarlo.
Cuando lo vio por vez primera, en la Costa da Morte, en Galicia, su reacción fue de una sorprendente serenidad. No sabía nadar, pero no parecía importarle. Su confianza en el mar era absoluta. Era frágil y flaca, pero ya con un aura que le permitía encararse con la línea del horizonte. Ella tomaba contacto por vez primera con lo imaginado. Y el mar parecía corresponderle: también la reconocía como parte de su imaginación. De su profundidad habitada.
En los dos veranos que estuvo con nosotros, Nanna no se separó del mar. Todo lo demás era secundario, o pasaba a serlo cuando, al fin, tomábamos rumbo hacia la costa. No parecía necesitar nada más. La felicidad es una de esas palabras grandilocuentes que tanto engaño suelen causar. Pero hay momentos en la vida en que le ves el rostro y la encarnadura a esas palabras esquivas y puteadas.
Recuerdo haber visto la felicidad hace 20 años. En aquella niña saharaui llamada Nanna y en el mar de espuma que la abrazaba. Y eso, la vuelta al mar, es un sueño del desierto que la infamia no podrá borrar.
PORManuel Rivas
Escritor, poeta y ensayista nacido en A Coruña en 1954. Ha compaginado su trayectoria periodística en radio, prensa y televisión con su faceta de escritor. En 2009 fue elegido miembro de la Real Academia Gallega y en octubre de 2011 distinguido con el título de doctor honoris causa por la Universidad de A Coruña.
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