Vicenç Navarro*
Como indiqué en un artículo anterior reciente (La necesaria movilización de las fuerzas democráticas frente a los herederos del franquismo, Público, 28.09.17), ha habido siempre dos visiones de lo que es España. Una ha sido la dominante, que alcanzó su máximo desarrollo durante la dictadura franquista, y que ha continuado durante todo el periodo postdictatorial democrático, como consecuencia del gran dominio que las fuerzas conservadoras tuvieron sobre el aparato del Estado y sobre la gran mayoría de los medios de información en el proceso de transición de la dictadura a la democracia, mal definido como modélico. Tal visión es la uninacional, presentando a España como la única nación existente de la península ibérica no portuguesa, y que se encuentra reflejada en un Estado monárquico centrado en la capital del Reino, Madrid (que tiene poco que ver con el Madrid popular), de la cual irradian todas las otras regiones, situación claramente reflejada en su sistema de transporte radial, tomando la capital como punto de llegada y de salida de cualquier vía de trasporte. Tal visión de España ha sido históricamente la característica de las derechas españolas.
Ni que decir tiene que han ocurrido cambios importantes en este Estado uninacional que han diluido algo su centralismo. Pero, por lo general, este ha mantenido las principales características del Estado uninacional, en cuyos aparatos continúa reinando la cultura heredada del régimen dictatorial anterior, incluyendo su uninacionalidad.
La otra visión es la plurinacional, que piensa que en España hay varias naciones con distintos idiomas y culturas que deben asociarse voluntariamente y no por la fuerza, con soberanías que puedan compartirse si así lo desean. Esta última visión es la más arraigada en la cultura republicana, promovida históricamente por las izquierdas. Alcanzó su máxima expresión durante la II República, que fue interrumpida por un golpe militar (ayudado por tropas del régimen nazi alemán y del fascista italiano) estimulado por las derechas, realizado por unas tropas que se definieron a sí mismas como las “nacionales”, que dijeron defender la Unidad de España, unidad que, por cierto, nadie estaba cuestionando. Lo que el president Companys de la Generalitat de Catalunya estaba pidiendo no era la desunión, sino la redefinición de España. El president Companys, lejos de ser secesionista, se consideraba español y quería ayudar a establecer una nueva España. Era altamente popular, no solo en Catalunya, sino también en el resto de España. Un indicador de ello es que cuando fue liberado de la cárcel de Cádiz, fue aclamado por la población de las distintas ciudades españolas que tuvo que atravesar en su vuelta a Barcelona. Esta visión plurinacional fue brutalmente reprimida (el president Companys fue fusilado) durante la dictadura, siendo considerada como la anti-España. Tal visión plurinacional fue también la que estaba en los programas de todos los partidos de izquierda, tanto catalanes como españoles, durante la resistencia antifascista. Todos ellos apoyaron el derecho de autodeterminación (lo que ahora se llama el derecho a decidir), garantizando así una unión voluntaria y no forzada de los distintos pueblos y naciones de España.
La imposición por parte del Monarca y del Ejército de la visión uninacional en el periodo democrático
Dicha visión fue abandonada, sin embargo, durante la transición debido al veto que pusieron el Monarca y el Ejército. Las izquierdas catalanas, sin embargo, nunca abandonaron tal compromiso. Y el gobierno tripartito dirigido por el socialista Pasqual Maragall propuso un Estatut en 2005 que definía a Catalunya como nación dentro del Estado español, Estatut que, a pesar de haber sido votado y aprobado por el Parlament, por las Cortes Españolas (con sustanciales recortes) y por la población catalana en un referéndum, fue vetado por las derechas españolas, lideradas por el PP, que controlaban (y continúan controlando) el Tribunal Constitucional. Fue, como bien señala el conocido y reputado catedrático de Derecho Constitucional Javier Pérez Royo, en su reciente artículo L’obligació de Rajoy, ARA (04.10.17), “un golpe de Estado” en el que se violaba la llamada soberanía popular (expresada en la aprobación del Estatut en el Parlament, en las Cortes Españolas y en el referéndum que tuvo lugar en Catalunya) por parte de un tribunal (el Tribunal Constitucional) controlado por las derechas herederas del Estado franquista, vetándolo. Y todo ello bajo el acuerdo constitucional, sancionado por la inmodélica transición. De ahí surgió, como también señala Javier Pérez Royo, la rebelión que ha llevado al 1 de octubre. A ello ha contribuido la enorme pasividad y el silencio ensordecedor del PSOE y de la gran mayoría de la intelectualidad española. Esta rebelión fue radicalizándose a medida que el gobierno Rajoy, máxima expresión e instrumento de los vencedores de la Guerra Civil y de las fuerzas que dominaron la transición, ignoró, desoyó y despreció las propuestas que le hicieron los sucesivos gobiernos de la Generalitat para redefinir su relación con el Estado español. Era, pues, inevitable que lo que está pasando, pasara. Los partidos independentistas, principalmente dos bajo la alianza de Junts Pel Sí, no habían sido independentistas hasta recientemente, siguiendo un proceso bastante predecible: la gran mayoría de ellos (CDC y ERC) habían sido antes federalistas, transformándose en independentistas cuando no vieron ninguna posibilidad de cambio dentro del Estado actual.
Las raíces franquistas de las derechas españolas (muchas de las cuales se definen como de centro o centroderecha)
Está claro que la mayor responsable de la gran crisis existente hoy en España es la pervivencia de la cultura franquista en los aparatos del Estado. Hay que recordar que el PP fue fundado en 1977 bajo el nombre de Alianza Popular, una alianza de las asociaciones políticas de ultraderecha franquista de las cuales las más destacadas fueron: Reforma Democrática, liderada por Fraga Iribarne, ministro del Estado dictatorial franquista durante el periodo 1962-1969 y 1975-1976; Unión del Pueblo Español, liderada por Cruz Martínez Esteruelas, ministro entre 1974-1976; Acción Democrática Española, liderada por Federico Silva Muñoz, ministro en 1965-1970; Democracia Social, liderada por Licinio de la Fuente y de la Fuente, ministro en 1969-1975, y vicepresidente del gobierno durante el periodo 1974-1975; Acción Regional, liderado por Laureano López Rodó, ministro en 1965-1967, 1967-1973 y 1973-1974; Unión Social Popular, liderado por Enrique Thomas de Carranza, gobernador de Toledo en 1965-1969 y procurador de las Cortes Españolas en 1971-1977, miembro de Fuerza Nueva; y Unión Nacional Española, ministro en 1970-1974. Todos ellos eran fundadores de dicha fuerza política. Hoy la relación entre tal partido y aquel régimen se reproduce leyendo la biografía de gran número de sus dirigentes. Un ejemplo es Rafael Hernando, actual portavoz parlamentario del PP en el Congreso de los Diputados, que fue miembro de Alianza Popular desde los años ochenta, y que según algunas informaciones periodísticas habría mostrado simpatías hacia el partido de ultraderecha Fuerza Nueva.
Ni que decir tiene que dicho partido es una especie de paraguas bajo el cual hay diversas sensibilidades, desde la fascista (que explica que en España no haya un partido ultraderechista de masas) hasta la cristianodemócrata y la liberal. Pero su cultura hegemónica es claramente franquista, y su nacionalismo uninacional extremo es heredero del existente durante la dictadura. Esta visión, tanto en la versión extrema como en la versión más moderada, es la que domina la intelectualidad española, basada en la capital del Reino. Han contribuido a ello los mayores medios de información, incluyendo El País, que fue establecido por algunos personajes dentro de la dictadura que se consideraron reformadores, tales como Fraga Iribarne, quien fichó a Juan Luis Cebrián para que lo gestionara. Juan Luis Cebrián (cuyo padre fue el director del diario Arriba, el diario oficial del régimen fascista) había sido director de los servicios informativos de la Radio Televisión Española en 1974, que era el mayor instrumento propagandístico del régimen dictatorial. Ni que decir tiene que El País fue abriéndose, permitiendo cierta pluralidad en sus páginas, de las cuales fueron excluidas, con notables excepciones, las izquierdas y los que cuestionaron la visión uninacional del Estado, convirtiéndose en el máximo valedor de la Monarquía y de tal Estado. Su respuesta a la crisis actual ha sido un furibundo ataque a las nuevas izquierdas y a los partidos independentistas (el último ejemplo es el artículo de uno de sus intelectuales, el Sr. Santos Juliá, que, predeciblemente, atribuye todo lo que ocurre en Catalunya a la CUP, un partido independentista que obtuvo solo un 8% de los votos validos en las elecciones de 2015).
El establishment uninacional, heredero del franquismo, pone todo el peso de su argumentario en defensa de su visión uninacional (que justifica la represión llevada a cabo por los aparatos judiciales y de seguridad del Estado en Catalunya) en el respeto a la ley y a la Constitución, leyes y Constitución que en gran medida fueron elaboradas en un proceso altamente desigual (que propagandística y erróneamente se definió como modélico), dominado por las derechas.
Ni que decir tiene que, incluso en el caso de que se aceptara que la ley refleja la soberanía popular (supuesto altamente cuestionable), hay que señalar que el gobierno Rajoy se ha saltado las leyes españolas constantemente, siendo uno de los partidos políticos con mayor corrupción en España. Y, de nuevo, incluso aceptando que la ley fuera resultado de la soberanía popular (que no lo es), su aplicación es constantemente sesgada a favor de los intereses económicos, financieros, religiosos, partidistas y de clase que ejercen un enorme dominio sobre el aparato judicial; el caso Millet en Catalunya y el caso Púnica en España son un ejemplo de ello. El enorme conservadurismo y corporativismo del estamento judicial es de sobras conocido.
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