La pretensión de independencia catalana se entiende mejor desde el punto de vista político.
La Razón, 04 de noviembre 2017
Si uno revisa diferentes fuentes históricas se da cuenta que la desazón del pueblo catalán y de otros pueblos como los vascos frente a los españoles es de larga data. La actual disputa por la independencia catalana comenzó en 2006, cuando los catalanes aprobaron en referéndum un estatuto autonómico que el Tribunal Constitucional español cercenó. Desde entonces, los independentistas se han esforzado por reunir multitudes convocadas siempre el 11 de septiembre, Día de Cataluña, que conmemora la caída de Barcelona, en 1714, ante las tropas de la corona borbónica durante la Guerra de Sucesión Española. La derrota dio lugar a la abolición de las instituciones catalanas.
En 2013, los partidos políticos independentistas pactaron un referéndum que fue celebrado el 9 de noviembre de 2014. Ante las denuncias del resto de partidos políticos catalanes y españoles, el gobierno de Cataluña renunció llamarle referendo para denominarlo “proceso participativo”. Para evitar exponerse a una inhabilitación judicial, los gobernantes dejaron que lo organicen voluntarios. Los partidos no independentistas boicotearon el plebiscito y llamaron a sus bases a no participar. Al final votaron 2,3 millones de personas de un censo estimado de 5,4 millones de electores. El 80,76% votó a favor de la independencia.
En 2015 se volvió a convocar a elecciones y se presentó una amplia coalición de izquierda y de derecha con el único fin de proclamar la emancipación. Tampoco tuvo mayoría absoluta. Desde entonces, todas las iniciativas legales aprobadas han dependido de un partido antisistema, crítico y que predica la desobediencia civil, llamado Candidatura de Unidad Popular (CUP). De hecho, tras las elecciones, la CUP obligó a Artur Mas a abandonar la presidencia de la Generalitat a cambio de otorgarles su apoyo para poder gobernar en Cataluña. Al presidente catalán le sustituyó otro independentista, Carles Puigdemont.
A pesar de las protestas de los partidos políticos opositores y las advertencias del Gobierno español, abogados, jueces, empresarios, intelectuales y las instituciones europeas, los partidos independentistas aprobaron el 7 de septiembre una ley para convocar a un referéndum el 1 de octubre de 2017. Ese mismo día, el Tribunal Constitucional español suspendió de urgencia esa normativa. Al día siguiente, los independentistas aprobaron otra ley, llamada Ley de Desconexión, que contempla los pasos a seguir para proclamar la República de Cataluña, con acciones democráticas como que sea el propio presidente catalán el que elija y nombre a los jueces. Esta otra ley también fue suspendida por el Tribunal Constitucional español. El proceso de los independentistas quedó así al margen de la legalidad y en desobediencia abierta, pero muy legítima.
La pretensión de independencia catalana se entiende mejor desde el punto de vista político. Todo el malestar y la desobediencia permanente no son más que una muestra del fracaso del Estado-nación español y europeo, que por su modelo apuntó y apuesta hacia la centralización total del poder y la hegemonía identitaria de una sola cultura e idioma por encima de las culturas ancestrales. A pesar de que España se considera una unión de comunidades autónomas, el grave incidente catalán nos muestra que esa autonomía es absolutamente limitada, pues no reconoce las diversidades en su expresión más profunda.
El pueblo vasco dejó las armas como estrategia de lucha para alcanzar su sueño independentista no por negociación del Estado-nación español, sino por propia iniciativa. Lo que nos muestra la tozudez e incomprensión de Madrid respecto a este problema. El asunto no se resolverá bajo las acciones jurídicas, menos por la fuerza, sino con la negociación política; y es lo que menos quiere hacer el Gobierno español.
¿Será que el modelo del Estado plurinacional pueda aportar una solución al problema español? Como buenos colonialistas tal vez ni les interese buscar soluciones fuera de su experiencia.
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